viernes, 22 de enero de 2016

MI TÍA MARIQUITA

En el patio de la sastrería del Rinconcillo. La tía Mariquita planchando, mi madre, a la máquina.


Mi madre tenía 5 hermanos. Cuatro chicas y un chico; con ella eran seis. Como ocurría en aquellos años, alguno murió en la primera infancia, pero esos son los que quedaron.

El día 12 de enero murió mi tía Mariquita, la más pequeña en edad y la  última en morir. Su entierro fue muy emotivo porque todos los primos la queríamos y también porque sabíamos que era un fin de ciclo. Mi tía era entrañable me atrevo a decir que para todos nosotros. Ella, la pequeña, y su hermana mayor, Feliza, fueron las únicas que se quedaron a vivir en el pueblo, las únicas que no siguieron el mismo camino que  nosotros. Antes se había ido la tía Ana María y luego siguió el tío José y la tía Juana. Pero la tía Feliza fue la primera en morir, así que Mariquita era ya la sola que siguió en el pueblo y suponía una especie de pequeño refugio, un anclaje a lo anterior en nuestras visitas, sobre todo al final, cuando ya no quedaba la casa de ningún otro tío.

Mi tía forma parte esencial de mi infancia. Cuando ella se casó yo ya tenía 10 años y hasta entonces había formado parte de mi vida, como acabo de decir. No sé si porque en la familia eran conscientes del desvalimiento de mi madre, siempre delicada de salud, o porque mi tía seguía soltera, el caso es que la recuerdo con mucha frecuencia formando parte de mi familia: en la sastrería, los domingos cuando salíamos de excursión al puente del triángulo o a las primeras casetas o también, cómo no, de acompañante a visitar a mis padres a Córdoba, donde mi padre estaba hospitalizado por el desgraciado accidente ferroviario. También la recuerdo en situaciones mucho más alegres. Alguna noche de reyes que se quedó en casa -yo no debía ser tan pequeña- y recuerdo oírlas a ella y a mi madre cuchichear poniendo los regalos, que para entonces yo ya sabía que eran de los padres.

También la recuerdo en el huerto, en las pilas cercanas a los pozos donde acompañaba a mis tías a lavar. Aquellas mañanas eran deliciosas para mí. Supongo que no tanto para ellas, que debían manejar sábanas y la ropa de toda la semana. Se salía al huerto temprano, después de haber desayunado, cargadas con la ropa sucia. El trabajo se prolongaba casi todo el día. Había que enjabonar la ropa, extenderla sobre el suelo al sol para que éste hiciera su trabajo con las manchas, volver a lavar y a dar varios aclarados, tenderla a secar y, por último, doblarla.

Me gustaba oír hablar a mis tías entre ellas. Y yo creo que a ellas les gustaba que yo estuviera allí. Hasta que no cumplí 7 años no nació ninguna otra niña en la familia materna y hasta esa edad estuve rodeada por tanto de primos varones, ocho para ser exactos. Cuando mi prima Amparo, la siguiente niña,  alcanzó los cinco años yo ya tenía doce, por tanto nunca tuve ninguna prima con la que jugar. Mis tías decían cosas extraordinarias que yo creía a pie juntillas: si revoloteaba una mariposa blanca entre las viñas o entre las matas de los pimientos era porque íbamos a recibir carta de mi tía Ana María, que se hallaba en un convento en Sevilla. Estas cosas solía contarlas la tía Juana, la más interesante -y también la más severa- de mis tías. A mediodía comíamos la merienda debajo de alguna de las grandes higueras.

 Esas mañanas en el huerto ya las empezaba a disfrutar la noche de antes, yendo a dormir con mi tía Mariquita o, si me tocaba, con el chacho Calón.

Cuando ya me fui del pueblo y venía de visita siendo mocita, mi tía me contaba muchas anécdotas que yo no recordaba. En verano, por ejemplo, en época de recogida de frutas, melones y sandías, la casa y la cámara se quedaban pequeñas y había que recurrir a los bajos de las camas como despensa mientras se consumían o se vendían. Por lo visto una noche que dormía con ella, me debí caer de la cama y, en la oscuridad, mi tía no me encontraba. En casa de mi abuela, en aquella época, sólo había una bombilla eléctrica en la entrada (salón-comedor-cocina) de la casa. Para el resto de las habitaciones o para subir a la cámara, salir al corral, etc. todavía se usaba el candil. Mi tía empezó a llamarme en la oscuridad: “niña, niña, ¿dónde estás?”  y al fin contesté: “tita, estoy aquí, en las sandías”.

Al día siguiente del entierro dejamos el pueblo temprano y mientras atravesábamos la dehesa escarchada recordaba esta y otras historias que, en aquellos tiempos sin apenas comunicaciones y por supuesto sin televisión, se repetían en la familia. También fue ella la que me contó cuando le respondí al chacho Calón que yo era "más mala" (peligrosa) que todos los animales fantásticos de los que nos hablaba para embobarnos y meternos miedo. Por lo visto los dejé a todos boquiabiertos, pero ya he contado que estaba rodeada de niños y no podía dejar que creyeran que era una cobardica precisamente por ser niña.

Recuerdo perfectamente el noviazgo de mi tía, con el novio en la puerta y luego ya entrando en la casa y su boda. El verano siguiente la acompañé durante 15 días al cortijo de la familia de su marido, mi tío Juan. Ella ya estaba embarazada y tenía que atender la casa y preparar la comida de un montón de hombres. No creo que yo le sirviera de mucha ayuda pero para mí fue una experiencia enriquecedora e inolvidable. Si alguien no ha dormido nunca al raso, en una era, sin ningún foco lumínico que entorpeciera el brillo de las estrellas en kilómetros, no sabe lo que se pierde.

Luego vino la separación, no sólo de la tía Mariquita, también de mis abuelos, mi casa, mi escuela, mis amigas, mi sierra, la sastrería, el cerro, la estación, el arroyo (que entonces llevaba agua), mi entorno, todo mi entorno en definitiva, todo lo que había sido mi mundo hasta ese momento.

Entonces empezó para mí otra vida totalmente diferente a la que me costó adaptarme y cuando casi lo estaba logrando, sufrí un cambio aún mayor con mi traslado a África, pero ésa es otra historia.

Mientras escribía sobre mi tía, no he podido dejar de acordarme de mi madre. Recuerdo viajes al pueblo sola, a la vuelta de África, pero sobre todo, después, recién casada, llevando a mis padres. Primero solos, y luego con uno, con dos, con tres hijos. Cuantas veces llevamos a mi madre en coche, lo primero era la visita, una vez que los abuelos hubieron muerto, a las tías. A todas ellas, hasta que también poco a poco se fueron yendo, de una u otra forma y al final sólo quedaba la tía Mariquita.

Estoy segura de que la próxima vez que vaya, será distinto, algo faltará, igual que fue muy diferente la primera vez que volví a la casa paterna y ya no pude gritar en la puerta “mamá” porque sabía que nadie me respondería.