lunes, 27 de diciembre de 2010

SIGNOS DE PUNTUACIÓN

Esta vez se trataba de introducir en un texto (el más breve posible) el mayor número de signos de puntuación, es decir, la coma (,), el punto y coma (;), el punto (.), los dos puntos (:), el guión (-), las comillas (" "), la admiración(¡!) y la interrogación (¿?). Yo los puse todos (o casi). Me dejé fuera los corchetes ([]) y la diéresis (¨). Tomé el inicio de un texto mío anterior y lo modifiqué ad hoc.
He dejado guión y ésos y aquéllos con acento pues en aquel momento todavía la Academia no había dictado sus normas ni sobre el primero ni sobre los pronombres.
Considero este articulillo-ejercicio "de interés general". Intentadlo, es divertido :))

La joven madre gestante empezó a buscar nombres para bebé desde los primeros meses de embarazo, teniendo en cuenta siempre, por supuestolos gustos de su pareja; a ella le gustaban aquéllos que tenían “olor a pueblo”: los que había oído en su infancia y le recordaban el olor a candela, a cortijo, a la cámara de su abuela, pero… ¡a lo mejor ésos no eran del agrado de su compañero!, ¿o sí? En todo caso (antes de planteárselo abiertamente), tendría que tantearlo.



viernes, 17 de diciembre de 2010

UN VERANO

Alberto bajó a la calle en mangas de camisa. Mediaba septiembre, había empezado a refrescar y el cielo, de un gris oscuro, amenazaba lluvia. Sintió el aire fresco nada más salir del portal y pensó que tenía que haber cogido algún jersey, pero no se había querido parar porque regalaban una película de Cuerda con el periódico y no quería que se agotara. Enseguida notó las primeras gotas. Eran unos goterones gruesos y pesados que empezaron a caer espaciados, pero pronto tomaron un ritmo creciente, hasta molestarle en su incipiente calva. Decidió volver a casa para coger el paraguas y ponerse algo de abrigo.

Vivía solo desde hacía bastantes años. El destino quiso respetar los tiempos y esperó para llevarse a su madre hasta que estuvieron instalados en aquel piso, pequeño pero suficiente para los dos. Además, había encontrado su primer trabajo. Fue inmediatamente después de cumplir sus servicios para la comunidad como objetor de conciencia.

A partir de ese momento tuvo que aprender muchas cosas. Cosas sencillas que a él antes, en vida de su madre, ni se le ocurrían: guardar la comida en el frigorífico, tener la precaución de poner de vez en cuando la lavadora para no encontrarse sin calcetines limpios o llevar los pantalones al tinte, pues, aunque también había aprendido a planchar, no había forma de conseguir que la raya quedara derecha. Con los vaqueros en cambio daba gusto, pero, claro, esos solo podía usarlos los fines de semana. Al banco debía llevar traje y corbata.

Todas esas cosas, de las que antes se ocupaba su madre, las fue aprendiendo poco a poco. Algunas por intuición, otras oyendo a sus compañeras de trabajo a la hora del café y otras viéndolas hacer –ahora sí se fijaba- a alguna de las chicas que, de tarde en tarde, subían a su casa. Más de una se había quedado solo un rato, aunque la mayoría pasaba allí la noche. Solo en un par de ocasiones hubo una convivencia más larga, pero, al final, la cosa no funcionaba y la mujer de turno volvía a desaparecer. Hasta que encontró a Marta.

Este año, por problemas laborales, se había visto obligado a tomar las vacaciones en junio y eligió una playa del norte, al lado del pueblo de un antiguo compañero y amigo, Andrés. Marta era vecina de Andrés y maestra. La conoció el primer día que visitó a su amigo: los encontró a ambos en el jardín de la entrada. Enseguida surgió algo entre los dos. Estaba terminando el curso, así que, cuando a él se le agotó el mes de vacaciones, se volvieron juntos a Madrid. El verano pasó volando. Alberto no notó ni el agobio ni el bochorno de otros veranos. Jamás hubiera imaginado que esos meses de calor en su ciudad y trabajando pudieran transcurrir de forma tan placentera. Apenas salían de casa; solo los fines de semana subían a la sierra. A ella le gustaba dar largos paseos aunque él, la verdad, acababa un poco extenuado. Con ella descubrió árboles, arbustos y todo tipo de plantas cuya existencia, antes, le había pasado desapercibida. Cuando volvían después de cenar, traían con ellos en el coche algún manojo de yerbas aromáticas. Otras veces eran flores silvestres que Marta ponía nada más llegar en un florero con agua, aunque, como no solían aguantar, había que tirarlas al día siguiente.

Cuando Marta cogió el autobús para volver a su casa, dejó, junto al olor de todas esas yerbas, el suyo propio. Si él hubiera imaginado por un momento el accidente, no la habría dejado ir. Por fin había encontrado a una mujer que lo llenaba –habían hecho planes de futuro- y la perdió de pronto en una curva tonta del camino. Se sintió más huérfano que nunca.

En todas esas cosas iba pensando mientras subía las escaleras. Bueno, mientras subía las escaleras y a todas horas. La verdad es que estos quince días sin ella habían sido los peores de su vida.

Alberto abrió el armarito de la entrada, cogió el paraguas y una cazadora ligera que se había quedado colgada en la percha desde que deshizo la maleta, al volver de la playa. Metió la mano en el bolsillo izquierdo y, durante unos segundos, Marta volvió a estar con él, allí y en su jardín, en el campo y en todos los paseos que dieron juntos. El romero seco se había quedado en los bolsillos desde que ella se lo dio aquella primera tarde de junio. Seguía conservando todo su aroma.

viernes, 10 de diciembre de 2010

CARTA (IMAGINARIA) AL DIRECTOR

Señor director:

Aunque sé muy bien que esta carta no va a servir de nada, deseo enviársela. También sé que usted no la publicará, pero aun así, no quiero dejar de comunicarle una vez más (es mi quinto escrito con el mismo argumento y su misma no-respuesta) mi protesta por que ustedes sigan publicando anuncios sobre sexo.

Comprendo muy bien que les resulte difícil prescindir de los ingresos que proporciona esta publicidad, a pesar de los beneficios obtenidos por su periódico. Sigue extrañándome que un medio tan prestigioso como el suyo no reaccione ante resoluciones como el Plan contra la Trata, o la decisión tomada recientemente por la Secretaría de Medios de Comunicación de “no insertar nunca más anuncios de contactos en las páginas de ningún medio escrito”, anuncios que no son otra cosa que publicidad para la compra-venta de sexo.

Resulta hipócrita que, por un lado, su diario defienda los derechos de la mujer y, por otro, fomente la prostitución y la trata. Además, este tipo de anuncios utiliza un lenguaje obsceno, denigrante y vejatorio para la mujer, amén de que puede caer en manos de menores, ya que está al alcance de cualquiera.

Me gustaría mucho ver publicada esta carta, pero me gustaría aún más dejar de ver la citada publicidad en su periódico.

Le saluda atentamente

jueves, 2 de diciembre de 2010

P A I S A J E S

EL CAMINO

El camino de tierra a veces se acerca al arroyo que transcurre paralelo y sigue, aproximadamente, su mismo recorrido. Son las huellas del ferrocarril de vía estrecha que hubo en tiempos y que tuvo una vida no demasiado larga: unos cincuenta años del siglo pasado. Ahora, cuando hace más de treinta que sus últimas traviesas desaparecieron, es utilizado por la gente del pueblo fundamentalmente mujeres para pasear. A veces es transitado por alguna piara de cerdos o un rebaño de ovejas. Otras, algún vehículo de motor se atreve a recorrerlo. Cuando llueve se forman charcos en sus partes más blandas. Sólo quedan secas, sobresaliendo, las zonas de arenisca dura. La dehesa verdea a su alrededor, ya desde octubre, con las primeras lluvias. Qué diferencia con el verano, cuando el color dominante es el amarillento de los pastos.

LA LLANURA

Carmen había pasado sólo tres años en aquella ciudad y nunca imaginó que se le iba a quedar tan adentro al dejarla. Mientras se alejaba en el coche, que rodaba a una velocidad estable por la recta y tranquila carretera, sintió por primera vez el influjo que ese paisaje sereno había ejercido sobre ella. Nunca antes se había parado a pensarlo, pero ahora, al notar las pequeñas punzadas, comprendió que esas llanuras inacabables la habían calado más de lo que creía.

Delante, a través del parabrisas, una planísima extensión, horizonte y cielo infinitos. Luz a raudales. Las gafas de sol eran una buena excusa para no dejar ver sus ojos húmedos. De vez en cuando un árbol, un caserío, únicos impedimentos al torrente de luminosidad. Más de tarde en tarde, algún campo de maíz regado por aspersión, en cuyas gotas se formaba, a veces, un trozo de arcoíris.